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Donde el tiempo se detiene y la mirada florece




Hay un momento, imperceptible como el crepúsculo entre la tarde y la noche, en que la mirada se vuelve extraña. Es un instante sin aviso: las letras se dispersan como aves, los rostros se difuminan, y el mundo que una vez se veía con nitidez se retira, lento pero inexorable. A eso lo llaman presbicia, pero en realidad, es un pacto roto con el tiempo. Es el día en que los ojos, tan fieles hasta entonces, comienzan a necesitar ayuda.


La presbicia no es un enemigo. Es una revelación. Nos dice que la juventud fue un parpadeo, que mirar es un privilegio y que la claridad nunca fue un derecho, sino un milagro cotidiano. Y, sin embargo, resistimos. Nos aferramos a la luz, a los pequeños detalles, a las palabras que se desvanecen en el papel como arena entre los dedos. Nos negamos a ceder ante lo borroso.


Porque en un mundo que nunca detiene su marcha, la presbicia no debería ser una renuncia, sino una transición.



¿No es acaso la mirada un acto de amor? Amar es fijar los ojos en el mundo, descubrirlo una y otra vez, aun cuando sus bordes se diluyan. LUZO te devuelve ese instante: la claridad recuperada, el mundo vuelto a ser tuyo.

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